El hijo de la profesora

Por: Silvana Escobar A
@silvanaescobara 

 


Foto Kien y Ke

Con motivo del lanzamiento de la serie “Escobar el Patrón del mal” de Caracol Televisión queremos compartirles un texto de nuestra colega Silvana Escobar escrito hace algunos años, el cual hace alusión a los años de escolaridad de Escobar quién compartió aulas con su padre Raúl Escobar (nada que ver con la familia, solo vecino) en la vereda Guayabito de Rionegro.

El texto fue publicado inicialmente en la revista virtual EQUINOXIO.ORG

Ojalá lo disfruten

Obviamente esta no es la primera ni la última vez que se escribió o se escribirá sobre ese hombre de mirada perdida, ese que se convirtió en un hito de la historia colombiana y que puso el nombre del país en boca de todo el mundo. Por muchos amados, por otros tantos odiado. Pero, al fin y al cabo, siempre reconocido. Quizá, en este punto para muchos es predecible el nombre de ese ser: Pablo Escobar Gaviria.

Pero esta vez, a diferencia de muchas otras, a diferencia de casi siempre, la intención de estas letras no es juzgar o defender sus acciones, aunque tantas veces me hayan señalado con el dedo por la mera y única coincidencia de tener el mismo apellido. Simplemente quieren contar una historia sin muertos, sin sangre, sin drogas, una historia sencilla sacada del baúl de los recuerdos de un lugar que alguna vez lo acogió.

El calendario anunciaba el año de 1955 en la siempre apacible vereda Guayabito, ubicada en Rionegro, un municipio de Antioquia que hasta entonces era un sitio sencillo, sin desarrollo material. Por esa época, sus partes rurales aún carecían de un sistema de transporte automatizado que llevara a los habitantes hasta la cabecera municipal. De esos días fue dueño ese fiel y olvidado amigo denominado “caballito de acero”, éste era el eje de las movilizaciones locales. Los niños caminaban descalzos por las polvorientas calles que “decoraban” el lugar, vestían pantalones cortos, los largos eran un privilegio de aquellos que se iban convirtiendo en hombres. Además no tenían idea remota del significado de la palabra 'calzoncillo' o de la importancia que tiene la privacidad de un baño, la mayoría de familias hacían una visita recurrente al zarzal para darle rienda suelta al placer de las necesidades fisiológicas.

Con los antecedentes, no es difícil suponer cómo era la educación de la vereda en la década de los cincuenta. Había muy pocas escuelas y la mayoría ofrecía solamente unos pocos grados de la primaria. La escuela de Guayabito nada más ofrecía primero y segundo en un salón dividido por un tablero, las dificultades de espacio hacían que un día asistieran a clase las niñas y al otro los niños, aunque no sobra decir que, más que la estrechez de las aulas, eran las concepciones populares de mezclar hombres con mujeres lo que hacía los días de estudio intermitentes. Las dificultades educativas del momento las completaba la existencia de una sola profesora para toda la escuela: Hermilda Gaviria de Escobar, la madre de Pablo.

Y así, en ese ambiente, pasó los primeros años de su vida el que en aquellos días era un niño delgado, rubio y muy común y corriente, ese que pasaba las mañanas y las tardes como cualquier otro infante. Un día en la escuela, recibiendo clases de su madre, y otro, seguramente, ayudándole a su padre Abel en su oficio de vendedor de leña. Tal vez jugaba con algún amigo esas actividades típicas de la época, trompo, bolitas o corozos, además no debía madrugar mucho para ir a la escuela porque vivía en ella.

Primero y segundo tenían casi veinticinco alumnos, hoy todos son hombres adultos, con familias consolidadas y mucha vida recorrida, hombres que al hacer una retrospectiva recuerdan con afecto a esa señora de carácter, severa para castigar pero igualmente cariñosa, que era su maestra. También rememoran con aprecio a sus hijos, incluido Pablo. Con él compartieron el aula, integrantes de familias que aún viven en la vereda, los hermanos Isaza, los Castaño, un Ríos, los Raigosa, un García, otra prole de Escobar y un muchacho de apellido Ravel. Éste último se quedó grabado en el recuerdo infantil de muchos por una memorable anécdota que vivió con Pablo, su amigo de entonces.

Ellos eran muy unidos, sin embargo un día, sin aparente razón, comenzaron provocaciones de lado y lado, la ira creció y la única forma de saciarla fue con un pacto de pelea. La cita era en un lugar cercano a la escuela conocido como “la curva del manzanillo”. Cuando las horas de clase murieron, allí, en el sitio acordado y ante la mirada curiosa de algunos de sus compañeros, ambos niños desataron su rabia a puño limpio. No hubo más, sólo ráfagas de puños de un lado a otro, sin agarrones, sin palabras, sin forcejeos. Y como las madres tienen un radar especial, nadie se explica por qué al sitio llegó Doña Hermilda en medio de la querella. Su reacción no fue la esperada, no los separó, no les gritó, ella esperó que terminaran de reventarse la boca y sencillamente les invitó a que se dieran la mano y a que retornaran a sus hogares.

El día que les correspondió de nuevo ir a la escuela, los protagonistas de la pelea asistieron parecidos más a piratas o a mapaches que a niños, muestra física de lo que fue la gran pelea en “la curva del manzanillo”.

Un tiempo después a Pablo y a sus hermanos los enviaron a la cabecera municipal para que hicieran los demás grados de la primaria. Inicialmente se iban en el ya mencionado vehículo de dos ruedas sin motor, pero un lapso más tarde su madre fue trasladada a otra escuela de Rionegro y así los Escobar se fueron de la vereda sin dejar ninguna pista. Muchos años después las noticias se encargaron de poner otra vez en el mapa aquella familia, el nombre de Pablo Escobar se propagó primero en el país, después en el mundo entero, ahora con un matiz muy distinto de lo que todos en la vereda sabían de él.

Fue sorprendente, inicialmente, enterarse de sus aspiraciones políticas y saber que se había convertido en un hombre con los bolsillos llenos de dinero. Intuir que de ese niño que usaba, como todos los lugareños, las hojas de algunas plantas como papel higiénico, ya no quedaba nada. El asombro se acrecentó con la oleada de violencia que azotó a Medellín y Colombia en los 80 y 90 y que, en gran medida, era atribuida a él.

Hoy todavía existen historias, casi fábulas como todas las que despertó aquel personaje, que cuentan las cosas que hizo Escobar cuando ya tenía las cuentas, el colchón y la billetera llenos de fortuna. Se rumora que, quizá, a alguno de sus ex compañeros le regaló una moto o que estaba pensando reunir a sus antiguos amigos de infancia para hacerles una fiesta, pero que justo entonces la ley atrapó al que ellos siguen recordando como un simple niño de ocho años, hijo de su maestra de escuela.

En Guayabito él no es un Dios, tampoco un demonio, sólo está en los recuerdos de una niñez dura y al mismo tiempo memorable, de muchos de los que lo conocieron. A veces, uno de ellos se hace el interrogante silencioso de qué habría sido de ese niño si en lugar de haber volado a otros horizontes, hubiese dejado transcurrir su vida de forma sencilla en la vereda dónde creció…

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