Colombia s.o.s: corruptos al ataque vs ciudadanos indignados

Por: Juan Fernando Pachón Botero

jufepa40@hotmail.com
@JuanFernandoPa5 

En la antigua Grecia existía una figura, concebida en aras de la democracia, conocida como ostracismo. Consistía en desterrar a un ciudadano durante cierto tiempo por considerarlo no grato o peligroso para el bien común. Este método buscaba detener a tiempo cualquier manifestación tiránica que se estuviera gestando. Para tal fin se programaba una asamblea anual, donde se convocaba a todos los ciudadanos para que votaran a favor o en contra del destierro de una persona en particular. Si la mayoría de votos se decantaba por el sí, entonces se organizaba una nueva sesión. Dos meses después se procedía a la nueva votación: “Cada ciudadano escribía el nombre de su candidato en un pedazo de cerámica (denominado ostraka, por la similitud con la concha de una ostra. De ahí el nombre de ostracismo) y si algún nombre alcanzaba los 6 mil votos, se le expulsaba durante diez años. El condenado no tenía derecho a reclamación alguna y tenía diez días para abandonar la ciudad. Aún más, no había necesidad de un juicio previo ni acusaciones de ningún tipo. Sin embargo, sus títulos y bienes se le conservaban durante su ausencia.”

25 siglos después, se observa la imperiosa necesidad de rescatar del olvido esta fórmula milenaria; loable manifestación de patria, dada la rampante corrupción que se pasea tan plácida y serena por los pasillos de las oficinas del estado, juzgados, congreso, palacio presidencial y demás edificios públicos. De revivir esta práctica ancestral, de seguro políticos a borbotones tendrían que abandonar el barco cual ratas portadoras de la peste negra.

Sin temor a equivocarme, desde que tengo uso de razón, esta es la peor generación de políticos que me ha tocado padecer, o por lo menos, es la que ha dejado desnudar sus verdaderas intenciones; maquiavélicas y ponzoñosas, que no son otras que enriquecer sus arcas y anclarse en el poder, solo para satisfacer su vanidad y ego, que sirven de alimento a su obsesiva megalomanía; quedando de espaldas a la realidad.

Todos los días un nuevo escándalo estalla, un ladrón de cuello blanco es procesado penalmente y una olla podrida se destapa: “Que el proceso ocho mil…, que las chuzadas del DAS…, que la parapolítica…, que los dineros calientes…, que los Nule y la 26…, que Samuelito en Bogotá…, que la Farcpolítica…, que el General Santoyo…, y mil esperpentos más. Cualquiera sea el cargo y rango, salvo muy contadas excepciones, los mal llamados representantes del pueblo, solo piensan en su bienestar propio. Abjuran de las mismas banderas que antes proclamaban altivos en campaña. Sus corrompidas mentes maquinan jugarretas diseñadas para atraer a las masas. Son los artistas del engaño, el discurso barato, las palabras bonitas, los quiméricos proyectos y la corbata bien puesta. Son los amos de la sonrisa fingida, la falsa promesa y el abrazo aparente.

En la actualidad, la arena política se ha convertido en un festival de mentiras, de matrimonios por conveniencia y de traiciones secretas. El triunfo estará garantizado para quien tenga la mayor capacidad de disfrazar sus reales objetivos. Ahora se elige a quien tenga el verso más florido, por lo general hecho a base de falacias. En definitiva, para ser un político con aspiraciones de mando, se debe aprender a dominar la plaza pública, a adornar las palabras y luego perfumarlas con las dulces arengas que el pueblo quiere oír: “No más pobreza…, no más corrupción…, no más violencia…, no más condiciones de vida infrahumanas…, y toda esa gama de frases elaboradas que están esbozadas para seducir a la parroquia”.

Lamentablemente Colombia es una nación sin memoria que adolece de amnesia histórica. Esa es la dura verdad. Está bien endilgar culpas en aquellos que están en el poder, pero nosotros también tenemos una alta cuota de pecado por elegir a tanto dirigente de dudosa reputación (si no es incompetente es corrupto), por dejarnos deslumbrar por sus mesiánicas estampas, por dejarnos hipnotizar por sus prédicas populistas, por sucumbir ante sus artimañas hechizantes. Somos una nación sumisa y pasiva, que vemos como nuestra clase dirigente se dedica a vender la patria a pedazos, y no hacemos nada al respecto. Esta indolencia patológica debe cambiar, para que algún día podamos celebrar una clase dirigente más justa y capaz.

En Colombia se elige a quien más fino se exprese, a quien dibuje el paraíso más idílico, a quien más puestos garantice en su mandato, a quien más cervezas y sancochos regale. No obstante, el final del cuento será el mismo desaguisado de siempre. Aquí, en el país del sagrado corazón de Jesús, todavía hay quien hipoteque un mandato de cuatro años a cambio de un mercado y un litro de aguardiente. Se dice que cada pueblo merece a sus propios  gobernantes, que quien se aleja de la política está condenado a padecerla, que la ignorancia es el peor enemigo del pobre. Nunca antes la sabiduría popular estuvo tan acertada.

Todos cambiamos al país en charlas de tienda, en peroratas de tragos, en conversaciones de oficina; pero en realidad donde debemos empezar a cambiarlo es desde nuestro interior, desde nuestra percepción de la realidad, desde nuestra acción efectiva y pragmática. Hasta que no modifiquemos nuestro ADN cultural y no cambiemos la desgastada idea de que “El más vivo vive del bobo”, estaremos condenados a vivir en una comunidad pícara; en la sociedad del tumbe. Si no extirpamos de nuestra información genética esta idiosincrasia insana, seguiremos engendrando futuros “monstruos”; pero ya en el poder, como viene aconteciendo. Será un círculo vicioso de nunca acabar. El pueblo debe entender de una buena vez que así como es parte del problema, también puede (y debe) ser parte de la solución, y como constituyente primario tiene el legítimo derecho a velar por su patrimonio más preciado, la patria misma.

En la Roma imperial, todo aquel ciudadano que competía por un cargo público debía vestirse de blanco, simbolizando su pureza de espíritu y cualidades morales, dignas de un portavoz del pueblo. Se les llamaba candidatos (del latín candidus – cándido -: puro, limpio, inmaculado) y como tales debían ser un modelo a seguir. En la actualidad este concepto se ha prostituido y si acaso, los principios inherentes a su significado se han convertido en eufemismos de batalla, explotados por oportunistas vendedores de humo. En consecuencia, cuando un aspirante político alcanza un alto cargo por votación popular, en lugar de retribuir la confianza depositada por los votantes y justificar sus elevados honorarios trabajando por el bien común, se dedica a lanzar “fuegos artificiales” encauzados a mimetizar su verdadera naturaleza.

No quiero decir que no haya políticos idóneos que sean dignos de fiar. El tema es encontrarlos entre toda esta asfixiante marea de corrupción. La clave del asunto está en ubicarlos en las altas esferas del gobierno. Quiero creer que aún existe una raza exótica de líderes con una verdadera tendencia al servicio público. Lamentablemente, si no se inmunizan contra los vicios propios del poder, tarde o temprano cederán ante la maquinaria política, la presión de las bancadas y el color de los partidos.

Aquel ciudadano con vocación de país que pretenda representar los intereses del pueblo, no tendrá el camino fácil para llegar a la cima. Por ende, se encontrará con todo tipo de obstáculos que dificultarán su ascenso. Dicho de otro modo, a los buenos no los dejan llegar y los pocos que llegan difícilmente se mantendrán firmes en sus intenciones, porque desafortunadamente el poder corrompe hasta el alma más pura. Como dijo alguna vez de manera sabia el héroe alemán que liberó a más de 1200 judíos del holocausto Nazi, Oskar Schindler: “El poder no es poder matar cuando te apetece. El verdadero poder es poder elegir si matar o no. El control, es poder“. Es por eso que solo aquellos que logran evadir las trampas del poder, inscriben su nombre en el selecto club de los grandes caudillos de la historia.

El compendio de toda la corrupción reinante fue lo acontecido en estos últimos días en el “Honorable congreso de la República”. Entre todos los adefesios habidos y por haber, éste es uno de los más horripilantes de esta última época. Este negro capítulo, que más bien parece una tragicomedia al estilo Shakespeare, produce una extraña combinación entre risa e indignación. ¿Cómo es posible que una reforma, dizque tan elaborada y sesuda, diera como resultado semejante despropósito? ¿Acaso pensaron que el famoso artículo (que no buscaba otra cosa que blindar judicialmente a los congresistas corruptos) pasaría inadvertido? ¿Así de estúpidos nos consideran? ¿Cómo se pretende consolidar la unidad nacional si en la actualidad hay más parlamentarios en cárceles y juzgados (donde resultan salpicados muchos otros más) que en el congreso ocupando sus curules de manera honrada e integra?

Al final de las cuentas resulta que ningún parlamentario tuvo la culpa, que un “gorila” se paseó muy orondo por el congreso y nadie lo vio. No deja de ser sospechosa la presunta miopía del gobierno, que asegura haber estado ajeno a todo este circo (donde micos, lagartos, sapos y demás especímenes hacen sus gracias) Si hasta el mismo ministro de justicia felicitó en pleno al congreso por su “titánica labor”. Lo más aterrador del caso es que ahora resulta que hay que felicitar a estos genios cuales “héroes de la patria”, porque tuvieron la “decencia” de tumbar la reforma a la justicia. Según varios medios informativos: “El 28 de junio fue un día histórico para el país”. Por Dios, hasta cuándo nos vamos a tener que aguantar esta manipulación dirigida, hasta cuándo vamos a permitir que la clase dirigente de este país juegue a placer con las ilusiones del pueblo. Una última inquietud me asalta: “¿Ya tumbada la reforma, quién va a tumbar a los congresistas y funcionarios involucrados?”, porque de algo estoy seguro, el problema elemental seguirá en pie de lucha hasta que no sea cortada de tajo su raíz; la materia prima defectuosa.

Después de hacer un alto en el camino, la reflexión que me queda es que los políticos buenos son como las brujas: “De que los hay los hay”, pero que me muestren uno, que lo quiero conocer y estrecharle la mano. En este sentido, merecen un reconocimiento especial los veintitantos congresistas que votaron en contra de la reforma. A eso hemos llegado en este país, a felicitar a aquellos miembros de las corporaciones públicas que hacen su trabajo de manera honesta y digna, cuando eso es lo mínimo que se espera de ellos, pues para eso devienen salarios astronómicos que son pagados de nuestro bolsillo.

Ojalá que esta penosa experiencia sirva como catalizador de nuestra conciencia nacional. Es un buen avance que las masas se abarroten en las calles y que su voz de protesta retumbe en todos los rincones de la geografía nacional, que de una vez por todas se exorcicen los demonios de la falsa democracia, y lo más importante, que los políticos de nuestra generación se den cuenta de que el pueblo ya no confía en ellos, que el ciudadano común no es tonto y que de no cambiar de manera radical su forma de administrar los intereses colectivos, sus días como servidores públicos estarán contados. He aquí mi sueño.

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